Música y sentimiento.
Charles Rosen. Traducción de Luis Gago. Alianza Editorial (Música), Madrid, 2012. 140 páginas. 16 euros.
No se conoce sociedad humana sin música. Lo cual no la hace (a la música) éticamente buena. Para apoyar su carácter intrínsecamente benéfico se ha usado a menudo ese pasaje del Quijote en el que Sancho dice a la duquesa: "Señora, donde hay música no puede haber cosa mala". La historia se ha encargado infinidad de veces de desmentir esta sentencia, como bien recordaba Pascal Quignard en su Odio a la música: "Los cuerpos entraban en la cámara de gas envueltos en música". La música no hace pues a nadie necesariamente mejor (ni peor, obviamente), pero parece incontestable su poder seductor, la capacidad para emocionarnos hasta el arrebato, y esta facultad ha estado siempre en el centro del estudio de muchos teóricos y ha sido aprovechada, aun de modo intuitivo, por los compositores de todas las épocas.
Hoy, la naturaleza real de la música se ha convertido en un fascinante campo de investigación científica. Cuando en su ya mítico Emoción y significado en la música, Leonard B. Meyer profundizaba en 1956 en la cuestión (la versión española se retrasó hasta 2001 y la preparó José Luis Turina para Alianza) lo hacía apoyándose en los fundamentos de la psicología de la Gestalt, llegando a conclusiones que hoy son fácilmente asumibles.
Impulsados por el estudio del cerebro desde perspectivas diferentes, los conocimientos sobre cómo se procesa la música y qué significado profundo tiene para el ser humano se han hecho en las últimas décadas más precisos, sin dejar de ser por ello polémicos. El psicólogo evolutivo Steven Pinker afirmaba en su fundamental Cómo funciona la mente (1997; versión española en Destino) que la música era solo el producto secundario de otras adaptaciones imprescindibles en la evolución de la especie humana, un juicio desmentido por otros investigadores como el arqueólogo Steven Mithen en Los neandertales cantaban rap: el origen de la música y el lenguaje (2006; versión española en Crítica), que hace anteceder la música al propio lenguaje, y que también critica duramente el psicólogo Daniel J. Levittin, cuyo Tu cerebro y la música (2006), que editó RBA en 2008, es la más reciente recopilación que yo conozca del estado de la investigación sobre este tema que se haya publicado en España. Los trabajos de Stefan Koelsch en la Freie Universitat Berlin han abundado también en la idea de que la música no solo está inserta en lo más profundo de la naturaleza humana, sino que las emociones a ella vinculadas tienen un carácter universal, que a un pigmeo analfabeto puede llegar a entristecerlo o exaltarlo la misma música que entristece o exalta a un catedrático alemán de física cuántica.
Asunto siempre discutible. ¿Es el entorno civilizatorio crucial para la asignación de significado a la música? Más allá aún, con un lenguaje tan pobre en elementos verdaderamente significativos, con un vocabulario tan limitado, ¿puede atribuirse a la música significado extramusical o todo análisis sobre su último sentido debe hacerse teniendo en cuenta los propios principios musicales? ("El único comentario posible a un fragmento de música es otro fragmento de música", Igor Stravinski). Independientemente de que se necesite partir de un contexto estilístico concreto (como ya afirmaba Meyer) o no, la práctica parece despejar la incógnita: los individuos atribuimos significado a la música, y su uso en el cine o la publicidad para manipular las emociones del espectador debería eliminar cualquier sombra de duda.
Charles Rosen comparte esta idea: para él no hay duda del poder significativo de la música, pero en este su último libro trata de aclarar que esta significación no opera a partir de elementos aislados (la tonalidad, el tempo, el ritmo…) sino mediante una fusión de todos los recursos de los que dispone el compositor. En este sentido se distancia de todos aquellos que, desde Mattheson en el siglo XVIII a Deryck Cooke en el XX, se esforzaron por elaborar catálogos de sentimientos asociados a las tonalidades o los motivos aislados. La perspectiva de Rosen es por supuesto la del musicólogo, no la del científico del cerebro, y su estudio arranca de la unidad de sentimiento que se buscaba en el Barroco para pararse inmediatamente en los grandes autores del Clasicismo (gran especialidad del pianista y escritor estadounidense), que buscaron la expresión de sentimientos contradictorios ("un sentimiento no es algo estático, sino un carácter en el curso de una acción, en un agon") con recursos diversos, que muchas veces coincidían en la oposición entre un forte diatónico y un piano cromático. A través de Beethoven, esta oposición dialéctica de motivos (que solían terminar en una síntesis) derivó hacia una mayor intensificación, que es la que asumirán los compositores románticos. Los temas con una oposición interior capaz de expresar sentimientos diversos desaparecen y en su lugar los músicos parecen volver a la unidad barroca, pero mediante "una nueva concepción de intensidad que alteró la naturaleza misma de los sentimientos". La disolución de la tonalidad a finales del XIX hizo que un nuevo elemento cobrara importancia a la hora de la expresión de los afectos: el timbre. Rosen escribe desde el punto de vista del músico y para músicos (la obra está repleta de ejemplos musicales), pero el verdaderamente interesado en conocer qué es realmente, por qué nos subyuga y para qué sirve en último término la música limitaría su visión del tema si no tuviera en cuenta su aportación, hecha desde la misma entraña del proceso creativo.
[Diario de Sevilla. 5-09-2012]
2 comentarios:
Hanslick se revelaría tan sólo con leer el título. Tendremos que leérnoslo con lápiz en mano. Saludos.
Rosen renuncia en general a poner nombre a los sentimientos a los que se refiere. Sus ejemplos son puramente musicales, va describiendo la evolución de algunos aspectos de la técnica compositiva desde el siglo XVIII al XX. Mi reseña trata de contextualizar el libro en una perspectiva más amplia, pero no es un libro divulgativo.
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